Golondrina de Otoño

Mar Deneb

El viento arremolinaba las crujientes hojas cobrizas a los pies de su vestido de rojo terciopelo. Sus pasos a través de la hojarasca juguetona y volátil eran lánguidos pero elegantes. El paseo de castaños la envolvía en una luz dorada y enigmática.

Sólo un pensamiento la asaltaba y atormentaba su corazón ajado. Las lágrimas recorrían sus mejillas, anhelando abrazar la tierra esponjosa que se ahuecaba bajo sus pisadas.

«¡No conseguirá arrebatármelo!».

Sus ojos invadidos por el fuego se clavaban en el cielo templado de la mañana.

Un trecho más, y las cristalinas gotas de una fina lluvia acariciaron su rostro.

El otoño se abría paso en el camino, conduciéndola a una luz resplandeciente y áurea en la que parecía culminar aquella senda.

Se apoyó en uno de aquellos majestuosos seres arbóreos, bajo el cual se cobijó. Su corteza gris y rugosa hipnotizó su mirada y, con reverencia, acercó su mano enguantada de seda negra al grueso tronco.

Apoyó su cabeza —adornada con un refinado sombrero azabache— y cerró sus verdes ojos. Su esbelta figura granate quedó suspendida en el abrazo patriarcal de aquel venerable castaño de hojas como las brasas.

El vestido entallado y suelto hasta casi cubrir sus pequeños pies comenzaba a humedecerse con el tímido aguacero. Pero la lluvia secó su llanto y vació su desesperación. Y se abrazó, complacida, a su protector.

Al pronto, un ruido violento y seco la separó bruscamente del árbol, y miró en torno suyo con agitación, buscando el origen.

El viento sopló más recio y ululaba entre los árboles, que sacudían sus hojas con decisión.

En su rostro se reflejó la angustia en un instante, al embargarla un funesto presentimiento. La lluvia azotaba ahora su cara y los árboles parecían no poder ya resguardarla de un desenlace fatal.

La joven de cabello oscuro como la noche echó a correr, ante la sensación de impotencia y acoso que la aprisionaba: sabía que la acechaban.

Entonces, las raíces atravesadas de uno de los castaños la hicieron tropezar y caer de bruces contra el suelo mojado.

Así, boca abajo, se sintió indefensa e incapaz de mover un solo músculo.

El terror se apoderó de ella en el justo instante en el que escuchó unos pasos seguros sobre la hojarasca, que crecían de intensidad a medida que se aproximaban.

Con sumo esfuerzo, consiguió levantar la cabeza y mirar tras de sí, pero la imagen que vio se nubló en su mente tras sentir un dolor agudo en el cuello, que le hizo perder el conocimiento.

Y quedó yaciente sobre la mullida alfombra de hojas húmedas y embarradas…

♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣

Algo agarró su hombro y la volteó boca arriba, lo que la hizo volver en sí.

Abrió su mirada esmeralda y se encontró con un hielo azul que la traspasaba hasta hacerla temblar.

Conocía bien esos fríos ojos claros, que un día entraron en su vida por la puerta principal, sin que ella la abriera y sin llamar siquiera.

Ella, libre golondrina que amaba sus alas de ónice al viento, vio sesgada su vida por una imposición familiar que la ató a un hombre distante y despiadado.

No debió nacer nunca tan presurosa, cerca de un fin de siglo en el que la mujer aún era encadenada y sometida sin ninguna consideración propia.

Ese otoño, con las primeras hojas caídas, su espíritu libre quiso emigrar, lejos de aquellas tierras baldías que la anclaban de por vida a un lugar demasiado inhóspito en el que aquel individuo la desposó y encarceló.

Pero algo la retenía…

—¿Te encuentras bien? —el témpano permanecía allí, congelando su alma.

—Me siento tan mareada…

Sin mediar palabra, el robusto hombre de mediana edad y cabellos trigueños y rizados la levantó en un brusco movimiento de alzada y la examinó de un vistazo.

—No parece que te ocurra nada.

Aunque ella quiso protestar por su lamentable estado, su instinto la previno y prefirió callar lo acontecido y su malestar.

No sin dificultad la joven al andar, regresaron a la finca, pero cuando arribaron ya no pudo aparentar más y las piernas le fallaron, al sentir un fuerte mareo y unas náuseas en la boca del estómago.

El caballero de acusadas patillas dijo unas palabras a una de las sirvientas y, de muy mala gana, recogió el cuerpo desfallecido de su esposa del piso y la llevó a su dormitorio. Allí la introdujo en la cama y ordenó que no fuese molestada bajo ningún concepto.

♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣

No se demoró mucho más el sol en su ascensión por un retraído claro en el cielo de la mañana, cuando un coche de caballos se estacionó ante la escalinata que conducía al gran portal de entrada de la casona.

Su puerta se abrió y apareció una figura alta y bien formada masculina que portaba un maletín. Su andar era inquieto pero certero.

Cuando el anfitrión lo condujo a su habitación, se escucharon unos gemidos apagados procedentes de la suntuosa cama endoselada.

La joven, que por su rostro demacrado y ojeroso aparentaba más de los treinta años recién cumplidos que tenía, deliraba bajo los efectos de una intensa fiebre.

Tras un minucioso examen realizado con sumo tacto, el joven médico negó con la cabeza.

—No comprendo. Aparte de este golpe en la cabeza debido a la caída que me comentó, no hay signos de nada que provoque los fuertes síntomas que padece su esposa, excepto una posible y fuerte intoxicación interna.

—Ya le digo que mi mujer no ha probado bocado desde hace casi un día. Anoche se acostó sin cenar con un intenso dolor de cabeza del que se aquejaba y esta mañana salió muy temprano, con la salida del sol, a dar un paseo, hecho contrariamente extraño en ella.

—¡Vaya día de paseo!

—Ya sabe que mi esposa es de carácter enfermizo y sensible, y lleva un tiempo mal de los nervios.

—Su inactividad y encierre entre estas cuatro paredes alteraría el sistema nervioso de cualquier ser humano que llevase esta vida —espetó de forma lacónica el doctor.

—Del plan de vida y actividad o inactividad de mi esposa ya me encargo yo y no es necesario que nadie venga a darme consejos sobre mis negocios domésticos —le contestó el hombre con retadora fiereza.

—¿Negocios? —El joven no daba crédito—. ¿Una mujer para usted es un negocio?

—Bueno, no hay duda de que nuestro casamiento fue un negocio muy beneficioso para ambas familias, especialmente la de ella, cuya ascendencia estaba desprovista de título nobiliario alguno.

—¿Eso es lo único que le interesa? ¿Beneficios? ¿Títulos?

—Y… ¿a usted? ¿Qué le interesa a usted? ¿O debo decir quién le interesa? —El tono de voz del noble era hiriente y provocador.

—Me interesa toda persona que sufra cualquier tipo de injusticia o maltrato —contestó tajante el invitado.

—Especialmente si es mi mujer…

—¡No le consiento ni ese tono de voz ni esas insinuaciones! —le contestó indignado el apuesto médico.

El matiz acalorado de la discusión despertó entrevelas a la joven, que pidió agua con dificultad.

El doctor se acercó raudo a una jarra de cristal y llenó con esta un vaso de color añil de la mesilla junto a ella.

A continuación, le incorporó la cabeza con delicadeza y le dio a beber.

—¡François!

El verde mar de sus ojos hastíos se iluminaron por un segundo al contemplar el brillo transparente de la mirada clara del médico de la familia.

El marido de la joven no quitaba ojo a la escena y replicó con voz seca:

—Doctor, haga el favor de dejarme la medicina correspondiente y lárguese de una vez.

La mujer alzó la mirada, y entonces su expresión se tornó sombría y aterrada.

—¿Qué te ocurre, Lara? —preguntó el joven.

Antes de que su marido pudiese percatarse de algo, se cubrió el rostro con la mano, mientras intentaba ordenar sus alborotados pensamientos.

—Nada —contestó ella escuetamente.

—Ah, bien. Monsieur Dupont, me gustaría volver a examinar a su esposa, si no tiene inconveniente —ironizó con estas últimas palabras—, antes de acabar de dictaminar un diagnóstico.

—Ya lo ha hecho antes: examinarla y diagnosticarla.

—Sí, pero quisiera que fuera algo más definitivo, antes de pasar a la medicación —dijo el doctor con profesionalidad mientras garabateaba algo sobre un papel—. ¿Sería tan amable de llevar estas indicaciones que le anoto aquí a la cocina para que vayan preparando la mezcla de plantas en una tisana?

—¡Maldito matasanos! —Le arrancó de la mano el papel y salió del cuarto.

—Escúchame, François —dijo ella en un susurro—, antes de que Denis regrese.

—Dime, mi querida Lara. —El joven médico tomó sus aterciopeladas y frías manos entre las suyas.

—Necesito salir de aquí… ¡Como sea!

—Sé que quieres acabar con esta vida tan penosa que te ahoga, pero bien sabes que…

—No, no, me refiero ahora mismo. No debo permanecer ni un minuto más en esta casa. —Su voz era una súplica apenas perceptible.

—¿Qué quieres decir? —preguntó François—. Tu estado es bastante grave, aunque aún no comprenda por qué, puesto que si hace cerca de un día que no ingieres alimento alguno, esos acusados síntomas de intoxicación profunda no deberían presentarse de…

—¡Eso no es cierto! ¿Quién te ha dicho eso? ¿Denis? —El asombro y el pavor se le mezclaban en el gesto que acababa de nacerle.

—Él mismo. ¿Cuándo comiste, entonces? ¿Y por qué iba a mentirme sobre eso?

—Aún no lo sé. Pero anoche cené, como todos los días.

—¿No te fuiste a la cama con migraña?

—No.

—Esto es muy extraño… ¿Y el desayuno?

—Apenas tomé unas pastas antes de salir a mi paseo matutino, como hago con bastante frecuencia.

El doctor cavilaba, intentando entender qué sentido tenía todo aquello.

—¡Por favor, François, necesito de ti…!

Sus ojos volvieron a encontrarse y a resplandecer cual astros fulgentes.

—¿Serías capaz de hacerlo por mí? —la joven suplicaba a aquellos ojos acastañados como su lacio y tonsurado cabello.

—Sabes que por ti haría lo que fuese, mi adorada Lara…

—¡Me he dado cuenta de algo espantoso…!

—¿El qué? —François frunció el ceño.

La joven le relató lo sucedido en la vereda de los castaños.

—Justo al volver la cabeza, pude distinguir unas botas llenas de barro que nunca había visto antes, porque llevaban en el borde delantero superior una insignia extraña, como en forma de estrella de tres puntas.

Él la observaba muy atento, pendiente de su discurso.

—Al mirar a mi esposo después de despertar de la fiebre —continuó—, vi con horror cómo un símbolo parecido colgaba de una cadena sobre su pecho.

—¿Y las botas?

—No, no eran las mismas, pero pudo habérselas cambiado para no levantar sospechas.

—¿Quieres decir que él…? —el joven médico no llegó a acabar la frase.

—¡Temo por mi vida, François!

—¡Pero eso es terrible, querida Lara! —Él apretó sus manos entre las suyas.

—Sabes que no puedo huir de aquí, por lo que me retiene en este sitio, pero quizá si tú me ayudases…

François dejó su mirada fija en el cuello de ella.

—¿Qué tienes ahí? —Le rozó el lateral del cuello con los dedos y acercó el rostro para verlo con más detenimiento—. Parece un pinchazo…

—Ya te dije que sentí un dolor agudo en el cuello justo antes de desmayarme —le contestó.

Tras analizarlo con detenimiento, el doctor concluyó:

—Te han inyectado algo, que sin duda ha sido el detonante de la intoxicación que tu cuerpo presenta.

—Me siento tan débil… —Su voz era tan sólo un hilo.

—¡No temas, mi querida! —Él le acarició ahora el rostro—. Todo saldrá bien. Lo primero es recuperarte…

—¿Es que no te das cuenta? —le increpó ella en un arduo esfuerzo—. ¿No entiendes que quizá no me recupere?

—¿Por qué dices eso? —François la miró directo.

—Porque yo ya no le sirvo a él, ya cumplí mi cometido según sus objetivos, y ahora solo puedo ser una molestia e incluso un estorbo para él. Sabes que empieza a haceros creer que ando mal de la cabeza, y jamás estuve tan cuerda.

—Y aunque eso que dices así fuese —planteó el joven—, ¿crees que sería motivo para hacerte desaparecer de esa manera? ¿Lo ves capaz de algo así?

—Tú no lo conoces, Fran, ni sabes de lo que es capaz… —El escaso brillo de sus ojos acabó por apagarse en un suspiro.

—¡Me estás alarmando!

—No pretendo, pero quien está muy asustada soy yo.

Él le mesó sus cabellos sueltos en un gesto de extrema ternura, mientras emanaba una calidez indescriptible en sus miradas…

—¡Realmente una escena impactante y conmovedora! —una voz ronca sonó como un huracán.

François retiró bruscamente la mano y miró detrás de sí.

Unos ojos fieros como el acero incandescente avivaron su animadversión.

—¡Váyase ahora mismo, doctor! —le increpó el recién llegado con energía—. Si es que aprecia en algo su integridad…

—¿Integridad? ¡Usted no conoce la trascendencia de tal término! —le desafió el joven.

—¿Cómo se atreve a provocarme? ¡Y en mi propia casa! ¿No tiene suficiente con que le eche a patadas?

—¡François, váyase, por favor! —le suplicó la joven.

—No me iré dejándote en manos de este ser…

—¡¿De este ser… qué?! —bramó el aristócrata— ¡Pues este ser que tiene usted delante le arroja de su casa y le aleja para siempre de la que le recuerdo es mi esposada y me pertenece!

—¿Para usted una mujer es una mercancía?

—Su familia me la dio en propiedad y no voy a consentir que vuelva ni a rozarla ni a pisar esta casa. ¡A la calle!

Monsieur Dupont, más corpulento que François, lo tomó por el brazo con violencia, ante lo cual el médico respondió con un brusco empujón.

—¡Didier, Bertrand! —gritó el anfitrión.

Cuando ambos comenzaban a forcejear, aparecieron en el umbral de la habitación dos criados fortachones que separaron al muchacho de las garras de Denis.

—¡Lleváoslo hasta la puerta y encargaos de que no vuelva jamás por mis tierras!

—¡Sí, monsieur! —respondió uno de ellos, y lo arrastraron, no sin dificultad, escaleras abajo hacia la entrada de la casa.

—¡Se arrepentirá de lo que está haciendo, Monsieur Dupont! —se le escuchó gritar.

El cuerpo de Lara temblaba como las hojas del castaño que aquella mañana, tan lejana para ella, la acogió en su seno.

—¡¿Y tú?! —el marido de la joven proseguía con aquel tono aberrante—. ¿No te da vergüenza insinuarte de esa manera a un desconocido? ¡¿Acaso tengo por mujer a una furcia?!

—François es sólo un buen amigo que…

Se quedó sin palabras al ver cómo las chispas de odio de aquellos desgarradores ojos ardían al acercarse más y más a ella, con mucha templanza.

Cuando toda su enorme figura se cernió sobre ella y la ensombreció, quiso gritar, pero la garganta se le quedó muda de pavor cuando levantó una mano sobre ella…

♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣

Una fina brizna de lluvia mojó su cara y eso le hizo recuperar el conocimiento.

Un fuerte dolor de cabeza le forzó a permanecer por unos instantes en el sitio, tendido boca arriba y empapado sobre el charco en el que los dos matones del terrateniente lo habían abandonado, a las afueras de la hacienda, no sin haberle propinado antes una buena sarta de golpes en cabeza y cuerpo.

Mas no se libraron ninguno de aquellos dos forajidos que aparentaban ser criados de su señor, de otros buenos golpes asestados en su propia defensa. No en vano, el doctor conocía bien las artes marciales tras su viaje al Lejano Oriente y a punto estuvo de dejar noqueados a sus adversarios.

En un vuelo recordó todo lo sucedido y, ante la constatación de la cercana hora ya del crepúsculo, temió lo peor y se dirigió —no sin dar algunos bandazos a causa de su maltrecho cuerpo, pero con cautela— a la casona, después de penetrar las tierras del hacendado.

Tras trepar, ya con la incipiente penumbra del inicio de la noche, por la vigorosa hiedra que tapizaba la cara norte de la casa, en dirección a la ventana del dormitorio donde reposaba la joven, descubrió con estupor que la cama estaba pulcramente arreglada y vacía. Se le heló la espina dorsal al comprobarlo, así que bajó al pie del parterre para dilucidar con presteza qué paso dar.

Un pálpito le hizo conducirse a los sótanos de la casa, donde imaginó que sería el sitio más escondido para ocultar lo que uno no quiere mostrar.

Le pareció percibir una muy tenue luz amarillenta tras los sucios y translúcidos cristales de una pequeña ventana que se encontraba en la zona más baja de la casa: un lateral de la construcción por donde el terreno descendía de nivel, dejando al aire la parte inferior de esa ala del edificio.

Con mucho sigilo y paciencia, consiguió abrir el ventanuco y pudo al menos oír con más claridad lo que transcurría en el interior.

Escuchó el murmullo de una voz masculina que le resultó bien familiar, y tras ello, una puerta doliente crujió y se escuchó un ruidoso cerrojo cerrarse a la vuelta de una llave.

Aquel ruido dio paso al silencio de la penumbra…

Él se atrevió a llamar entre susurros a Lara, aun a riesgo de ser escuchado por alguien ajeno.

Nada.

La voz muda de la noche fue rota solo por el ulular de un búho real que se desperezaba al principio de su jornada nocturna.

Silencio.

Un crujido de rama y giró veloz y receloso la cabeza para localizar su fuente: solamente halló oscuridad.

Debió ser el ave de la noche…

Solo dos o tres cantos más de la rapaz, y volvió a deslizarse el hierro de una llave sobre la cerradura de la improvisada celda.

Nuevos murmullos, pero esta vez consiguió escuchar con suficiente claridad:

—¡Tú lo quisiste, Lara, por tus ansias de libertad! ¡Lo has pagado muy caro!

El joven se tapó el rostro con las manos.

«¡Dios mío!», exclamó para sí, «¡He llegado demasiado tarde…!».

—¡Nadie sabrá que has muerto! Hasta que yo lo crea conveniente… —incluso elevó el volumen de la voz en esta frase.

François cerró los ojos en un gesto de profundo dolor por la suerte de la joven: las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos.

—¡Didier! —llamó la voz—. Puedes llevarte el cuerpo de mi esposa.

—¡Enseguida, monsieur! —respondió el lacayo.

Todos los mundos se le derrumbaron dentro de su alma al joven que, impotente y sintiéndose culpable, añoró no lo que fue, sino lo que pudo haber sido.

En su corazón había habitado la sonrisa de aquella joven que, marcada por un injusto destino ya imborrable, se coló en sus pensamientos desde el día que la conoció.

¡Cómo se maldecía ahora por no haber aprovechado cada instante junto a ella, cada palabra, cada mirada que lo acogía en sus fugaces encuentros!

Porque, ¿qué es la vida sino una suma de instantes del presente? ¿Qué es el tiempo gozado sino el aquí y ahora?

Libres nacemos, libres partimos. ¿Por qué, así pues, entre uno y otro lapso nos encadenamos incluso hasta el final de nuestros días?

¡Lo que él daría por traerle nuevamente la vida, aun con la suya propia! A esa deliciosa criatura que merecía su protección y haber sabido escuchar y comprender su llamada de auxilio…

La habría alejado de aquella atribulada y arriesgada vida, la hubiese llevado con él a los confines del mundo para vivir juntos un amor que había sido ahogado por las normas y los prejuicios.

¿Amor? ¿Acaso él se había atrevido nunca a confesarle lo que sentía? ¿Acaso ella podría haberle correspondido?

¡Oh, ideas absurdas se arremolinaban en su cabeza, mientras su corazón lloraba su temprana ausencia!

Decidió alejarse cuanto antes de aquel infierno en el que sobrevivió y sucumbió su amada: no quería volver jamás.

Atravesó aquellas tierras apresuradamente y, aunque el cuerpo comenzaba a dolerle cada vez más por las contusiones provocadas por los secuaces del aristócrata, otro dolor mucho mayor y profundo le oprimía el pecho: el dolor de un amor no consumado, de un amor desgarrado antes de florecer…

♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣

—¡Corre, amor mío, corre!

Él la tenía bien cogida por la mano y tiraba de ella con suavidad.

Al llegar al andén, el tren, que esperaba deseoso su partida, alzó su voz y un penetrante silbido de vapor ocupó todo el eco de la estación.

Abrieron la portezuela de uno de los elegantes vagones y entraron con todos sus enseres de viaje.

Justo cuando terminaron de acomodarse, el tren vociferó un último aviso, y en breves segundos comenzó su vaivén progresivo, alejándose de aquella ciudad de tristes recuerdos.

Veían por la ventana de su compartimento cómo se distanciaba una gran edificación que presentaba una recia enredadera por una de sus paredes hasta alcanzar una ventana superior, y por otra el terreno formaba una hondonada hacia una reducida ventana por debajo del nivel del suelo.

A continuación, un numeroso grupo enfilado de castaños desnudos los observaron impasibles al pasar, ajenos a las maldades de aquellas tierras.

—¡Lejos, mi amor, bien lejos…!

Se miraron con consternación, pero él le dijo:

—Sabes que te amé desde que descubrí tu sonrisa, ¿verdad?

Ella dulcificó su mirada al escuchar tan tiernas palabras, pronunciadas desde lo más insondable de aquella alma noble.

—¿Cómo supiste que aún estaba viva?

Él comprendió que había llegado el momento de hablar de lo sucedido días atrás.

—Fue al volver a la ciudad y entrar en mi casa. La llave que giró sobre la cerradura de mi puerta nos salvó a ti y a mí: a ti de la muerte y a mí de la vida sin ti.

—¿Qué quieres decir con lo de la llave? —Ella lo contemplaba con sus ojos almibarados.

—Recordé que cuando él salió y volvió a entrar en la habitación del sótano, había cerrado y vuelto a abrir una puerta que no tenía sentido guardar bajo llave, si ya yacías muerta.

»Esa fue la clave de todo y lo que me hizo pararme a analizar cada detalle acontecido. Reparé también en cómo subió el tono de su voz justo al dirigirse a ti como si estuvieses fallecida.

»Y eso me llevó, a su vez, a rememorar que, mientras procuraba llamarte con extrema precaución por la ventana que daba a tu prisión, creí escuchar un ruido de ramaje que asocié con un pájaro nocturno que recién acababa de cantar.

—¿Y no fue así?

—Al parecer, no —contestó él con cierta firmeza—. Yo acababa de ser descubierto por uno de sus servidores, que discretamente dio la voz de alarma, de tal manera que él ya estaba sobre aviso al volver a entrar en la habitación.

»El plan fue muy simple: hacerme creer que ya estabas muerta, para espantarme del sitio y así acabar de cerrar su plan con una muerte bien planificada para ti.

»Ante eso, él bien sabía que yo no tenía nada que hacer, por mucho que después hubiese denunciado el caso: habría sido mi palabra contra la suya, la de un renombrado y acaudalado hombre cargado hasta el cuello de títulos nobiliarios. Y yo… un simple médico de ciudad.

—Un simple médico… al que yo adoro. Gracias por regresar justo a tiempo. Llevaste con presteza a la policía, y ella se hizo cargo de todo y salí sana y salva, aunque bastante magullada por su violencia contra mí.

—Pero eso ya pasó, amor. —Él besó sus sabrosos labios, y al separarse, continuó—: En cuanto les nombré la estrella de tres puntas de la que me hablaste, se incrementó su interés y me acompañaron sin dubitaciones a la casona. Parece ser que llevaban tiempo tras la pista de una especie de secta secreta cuya simbología gráfica era lo que tú descubriste.

»Se dedicaban, entre otras fechorías, a inyectar veneno mortal en sus víctimas y celebrar un ritual antes de darle la muerte definitiva.

—¡Oh, Dios, qué horror! —Ella se llevó las manos a la cara en un ademán de susto.

—Supongo que, por ser su esposa, no era ése su objetivo contigo en un principio, y con acabar de engañarnos sobre tu estado mental y encerrarte en un sanatorio hubiese tenido más que suficiente, pero las investigaciones apuntan a que, durante tu paseo matinal aquel día, interrumpiste alguna posible canallada que él andaba maquinando por allí, así que optó por utilizar contra ti la misma arma, pero en dosis no letal.

»Al llegar yo, todo se le complicó aún más, puesto que temió que te hubieses dado cuenta del emblema que olvidó sacarse del cuello, y que me lo hubieses contado.

Ella observó por la ventanilla cómo en el horizonte ya sólo asomaba un grandioso y espeso hayedo envuelto en una mágica bruma de plata.

—Aún me cuesta creer que esté aquí, viva y recuperada, junto a ti, y que cada minuto que pasa dejemos más distante aquel infierno que padecí…

—¡Ya no lo pienses más! Vamos a una nueva vida: un nuevo país, un nuevo trabajo y un nuevo hogar.

—Sí. ¡Y ya nada me retiene allí ni nadie intentará arrebatármelo nunca más! —afirmó ella con seguridad y máxima contundencia.

—¿Tardaremos mucho en llegar, mami?

Ella acarició sus rizos oscuros y lo miró con honda terneza maternal.

—No, mi bien, solo un ratito. Tú echate aquí a dormir sobre mi regazo y así llegaremos muy pronto; seguramente, en cuanto despiertes.

El crío se sentó de un salto junto a ella y apoyó su cabecita sobre el vestido de brillante raso rosa.

—Cumpliste tu sueño: salir de allí y llevarte contigo lo más preciado que querían arrancarte de tu lado, a tu hijo Denis.

—Sí, es cierto. Pero te falta la otra parte de mi sueño…

—Y esa, ¿cuál es, amada Lara?

—¡Comenzar una nueva vida junto al ser que amo, François…!

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4 comentarios sobre “Golondrina de Otoño

  1. Hola!! Me ha encantado este relato, está mareado de una mentalidad muy especial que te hace adentrarte en la historia.
    Usas un lenguaje maravilloso, transmites calidez, fuerza, sentimiento… Y eso me encanta!!
    Voy a compartirlo para que más gente lo pueda ver y conocer la escritura de una gran persona!!!

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    1. ¡Hola, Alba! Muchas gracias por todo cuanto dices, me emocionas, y qué bien que te haya llegado tanto…
      Te agradezco que lo compartas, para eso es, para que otros también puedan disfrutarlo…

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